NO TE SALVES DE LA LITERATURA
El oleaje arreciaba con fuerza mientras nosotros, trémulos ante la ferocidad de la madre naturaleza, pensábamos en nuestras últimas palabras antes de exhalar el último aliento. De repente, se hizo la oscuridad. Noté, sin ser consciente del paso del tiempo, cómo el cuerpo se había desgajado de mi cabeza, pero pronto el cosquilleo de una lengua me devolvió el latir de todo el aparto sensorial. Al abrir los ojos, una suerte de cucaracha gigante me hizo pegar un salto que ni el mismísimo Heracles podría haber hecho en uno de sus célebres trabajos. ¿Sería Gregorio Samsa o mi mente estaba siendo pasto de la locura?
Para despejar mi cabeza ante las incesantes llamadas del Hades, anduve por la playa en la que desperté. No sabía dónde estaba y apenas recordaba quién era. Quizá estaba transitando en el otro laberinto, en el laberinto de Borges; en el laberinto del tiempo. ¿Había de encontrar, pues, el hilo de Ariadna para escapar de este lugar o tenía que buscar la máquina del tiempo wellesiana? Recordaba vagamente historias de ficción que me alentaban a mantener el espíritu esperanzado, como si me hubiera embarcado en el viaje del héroe. Campbell estaría orgulloso de mí. El largo camino en la arena ardiente empezaba a minarme la moral lenta, pero inexorablemente. Debatía con mi alter ego sobre la fe, sobre cómo Moisés aguantó tanto tiempo en el desierto. Se me estaba agotando; empezaba a actuar más allá del bien y del mal. Me planteaba cualquier cosa con tal de sobrevivir. Ya no me importaba nada; quizá me estaba convirtiendo verdaderamente en el Übermensch de Nietzsche, como Don Quijote en sus aventuras.
El suave tejido de la luz lunar empezaba a caer sobre el manto acuoso del océano. Mientras, me introducía cada vez más en la oscuridad del bosque y en la oscuridad de mi ser. Seguía, sin embargo, las estrellas en un acto de fe, como si la pulsión vital de los homo naledi recorriera mis entrañas. Notaba que efectivamente estaba volviendo a los orígenes. De repente, hallé un oasis. Allí había un huerto y una biblioteca, no necesitaba más. En ese preciso instante hallé la felicidad en la candidez del lugar, esa candidez que me enseñó Voltaire. En otro acto de fe, abrí uno de los libros para que sus palabras guiaran mi destino. Lo que vi se convirtió en una auténtica epifanía:
No te salves, Mario Benedetti.
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo [...].
Acto seguido, cogí un papel y la pluma de la estantería para escribir una carta sin remitente. Sin embargo, tenía la corazonada de que llegaría a la persona adecuada: “No te salves de la literatura”. Deposité la carta en una botella y la lancé al mar.
¡Rin, rin!
Sonó el timbre que marcaba el final de las clases. ¡Me había que dado dormido en la silla! Al salir, decidí ir a la playa con mis amigos y, mientras me bañaba, topé con una botella vieja. Se notaba que había experimentado muchas aventuras por el mar. Me di cuenta de que tenía un papel dentro y la curiosidad me pudo: “No te salves de la literatura”. En ese momento, tuve un extraño déjà vu que iba acompañado de una certeza: la educación era mi salvadora. A día de hoy, en 2030, sigo agradeciendo que la ficción siga formando parte de nuestra realidad educativa y extraeducativa. Gracias filosofía, gracias lengua, gracias ciencia, gracias literatura; gracias educación.
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