Bienvenida, Mrs. Covid
¿Quién fue el que soltó aquello de "el fin justifica los medios"? Pues me niego a aplaudirle. Que sí, que está muy bien todo ese rollo positivista, pero maldita la gracia que me ha hecho a mí el tortuoso camino que he recorrido para conseguir mi inesperado destino. Érase una vez una adolescente feliz con su infeliz vida a la que un virus le amargó hasta el azúcar. Y así podría resumir mi cuento, sin el deseado epílogo de comer perdices ni ser felices.
Hace unos meses era una chica de 15 años contenta con su peculiar vida. Contenta de ser insociable, intratable y todos los inimaginables, hasta que apareció este lejano virus y me amargó la vida. Ahora soy una adolescente insociable, intratable…y amargada. Pero eso sí, ahora leo. Y mucho. Tanto como puedo para olvidar mi amargura.
A mis padres se les ocurrió la gran idea de que era insalubre tantas horas de móvil y ordenador, así que se hizo obligatorio un par de horas al día de reunión familiar frente al televisor. Entre los obligados tiros, flechas, espadas y algún que otro torro de españolada en blanco y negro (sí, de ahí viene mi título), se me ocurrió cambiar semejante suplicio por el de la lectura. Todavía recuerdo las miradas de mis padres como respuesta.
Tras aguantar el paterno y pesado discurso sobre los incalculables beneficios del saludable hábito de la lectura, me dirigí a la estantería de los libros, esa gran desconocida de mi casa, dispuesta a encontrar algo que no me aburriese demasiado. “¡Vaya! este libro se titula igual que una peli. Pues voy a cogerlo, que al menos no será muy pesado”. Mi sorpresa fue en aumento cuando me di cuenta que el libro se escribió hace muchísimos años, ¡antes de que hiciesen la película! Y mi asombro creció cuando comprobé que las aventuras del señor Frodo eran incluso mejores leídas que vistas en la pantalla. Se lo había oído decir a mis padres siempre, que tal libro era muchísimo mejor que esa peli que habíamos visto en el cine o en la tele basada en él, pero pensaba que tan solo lo decían para intentar un imposible: que me aficionase a la lectura. Contra todo pronóstico, se obró el milagro gracias a El hobbit, y de él pasé en cuestión de tres o cuatro días, los que tardé en terminarlo, a ese libraco que tan solo una semana antes me hubiese dado alergia tan solo ver su grosor: El Señor de los anillos. Las pelis están muy chulas, la verdad, pero el libro es una auténtica pasada. Me gustó tanto que me entristecí muchísimo cuando lo terminé. Aunque los que sí que casi llegan a las lágrimas, en este caso de alegría, fueron mis padres cuando comprobaron que después de los libros de J. R. R. Tolkien continué alimentando mi recién estrenado voraz apetito lector con la saga de Harry Potter, libros que llevaban decorando una estantería de mi habitación desde que hace años mi padre me los regaló en uno de mis cumpleaños. Por ello, hasta le dieron las gracias a la maldita pandemia y su insoportable confinamiento.
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